Una butaca vacía nos recordó…
Tenía las manos suaves, el olor siempre muy medido y la voz aterciopelada por hablar siempre susurrando. Pocas personas le habían visto la cara pero muchos reconocían su tono de voz al instante. Cada fin de semana era la guía que te aconsejaba, el susurro que te orientaba en la oscuridad, la mano que te señalaba el camino. Alfredo siempre había sido un verdadero profesional en su trabajo pues ofrecía las garantías máximas de llevarte a la butaca indicada en la entrada del cine. Después de pasar una semana, sobreviviendo, dando vida a su otra pasión sobre las teclas de su vieja Underwood, parecía, pasillo arriba, el Orient Express acercándose a toda velocidad pero con el mayor de los sigilos, no había nada que temer pues cada fila era una posible estación de paso o parada. Los rincones de la sala se resolvían sin secretos para él pues conocía historias y relatos vividos sobre el terciopelo de cada butaca, y las consideraba a todas ellas como testigos mudos del submundo que ofrece la luz apagada frente a la gran pantalla. Aunque desgraciadamente, conduciendo cada tarde, cada noche, el tren de las oportunidades en aquel escenario, jamás tuvo la suya y el tiempo iba pasando sin que llegara a conocer jamás el tacto de una de aquellos tronos del amor.
Recuerdo como si fuera ayer, una tarde de sábado, Enero de 1.973. La lluvia y el frío aterrador del exterior invitaban sobremanera a pasar el rato al calor que regalaba la cercanía entre los asientos. El patio de butacas casi lleno, con huecos que desmembraban el tupido de los asientos y dejaban al azar la ocupación de los sitios por parejas o, más bien, almas solitarias que quisieran visitarlos para ver desde allí la película. Con los créditos iniciales recorriendo ya la pantalla alguien solicitó de sus servicios y diligente marchó pasillo arriba, en esta ocasión, sin encender su linterna pues el comienzo de la función ofrecía esta restricción para no molestar a los usuarios del cine. Sin apenas darse cuenta llegó a la altura de la persona y le ofreció su mano para que depositara la entrada y así cerciorarse de la numeración de la misma. La persona entendió que la amabilidad era tal y en lugar de ofrecerle la entrada cogió su mano y acercándose al oído le susurró el número de la butaca. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Alfredo al roce de la piel de aquella señora de mediana edad. Su piel estaba fría, suave y con un tacto que pareciera invitar a no soltarla jamás. La oscuridad no permitía obtener demasiada información y, con la premura que exigía el momento, la condujo hasta su lugar junto al pasillo. Una vez llevada a destino, él le señaló con la mano derecha, dándole la espalda a la pantalla, la butaca que le correspondía. Ella, muy amable y repitiendo el gesto, se acercó a su oído izquierdo como si disfrutase de la superación de los límites del espacio personal, y le susurró al oído un “gracias por todo…”. Alfredo se giró para retomar su sitio al comienzo del pasillo, junto a la puerta de salida y mientras deshacía los pasos hasta allí se llevó, como por intuición, la mano a la cara. Fue entonces cuando descubrió que se había impregnado del aroma de aquella mano anónima de dueña cautivadora. Se activaron las arterias de su corazón para dar mayor cabida al torrente de sangre que, sin avisar, comenzó a dar vida a recovecos casi olvidados de su mente. Apenas podía escuchar los diálogos de la película, total, ya era la cuarta vez que la veía y escuchaba durante aquel fin de semana. Una y otra vez, con el disimulo innecesario que otorga una sala a oscuras llena de personas, se llevaba la mano a la nariz para regresar a la memoria la sensación embriagadora que le había descolocado para siempre. La combinación de aquella voz susurrante, el tacto de su piel y la fugacidad del momento habían convertido a aquella mujer en el deseo más intenso que, después de años, había despertado en Alfredo las ganas de vivir una verdadera historia de amor.
Aunque lo intentó, poniendo en marcha todas sus dotes de acomodador eficiente, no fue capaz de localizar a la señora al término de la sesión y con los nervios tampoco recordaba el número de la butaca. Las luces encendidas, más lejos de servir de ayuda, rompieron el encanto que ofrecía la oscuridad y colocaron sobre las personas un velo de anonimato que le llevó, por momentos, a volverse loco en su frustrado intento por verle el rostro a la mujer de su vida. Las manos le temblaban y, aunque miraba a diestra y siniestra como si del hallazgo de un tesoro se tratara, no fue capaz de localizarla. En un instante, cuando se creía vencido, cerró los ojos por un instante mientras se los frotaba y segundos después sintió el azote de aquel aroma de nuevo en su nariz. A escasos metros acababa de pasar frente a él aquella mujer y no la había visto. Tuvo la sensación de haber perdido el tren que siempre había estado buscando y, una vez más, se quedaría en la estación cuidando la extraña sensación que ofrece la soledad. El cine, por fin, quedó totalmente vacío y con las luces encendidas tras la última sesión esperaba a ser revisado y limpiado hasta el jueves de la siguiente semana, momento en el que se reabriría para ofrecer nuevas sesiones a los espectadores.
Fila por fila fue recogiendo restos de comida, plásticos y demás porquerías pues el civismo siempre se quedaba en la puerta antes de entrar a ver una película. Llegado a la fila diez y con la posición curvada que demanda ir mirando bajo los asientos, llegó a la butaca 12 y de nuevo el aroma le volvió a visitar. Prendado por él, cerró los ojos y durante unos segundos inspiró con tanta energía que pareciera secuestrar para sí todas y cada una de las partículas odoríferas que aún desprendiera la tela de aquella butaca. Un carrusel de motivos pasaron por su mente mientras era transportado al lugar que dejó aquel aroma allí…aquella mujer le estaba volviendo loco. Acarició con las manos, lentamente, el respaldo de la misma y cuando ya se iba a incorporar para seguir con su trabajo notó, con la yema de los dedos, la existencia de un pequeño trozo de papel atrapado en el lateral de la butaca. Lo tomó, lo desdobló, y fue como volver a abrir la caja de los olores del paraíso. Estaba convencido de que la dueña era la misma a la que él llevó hasta allí. Una vez abierto pudo leer en letra clara y cursiva: “La soledad juega con las almas para sentirse dichosa, nos atormenta y nos aleja, pero en ocasiones nos resarce acercándonos a ciegas…La próxima vez que nos reúna saldremos de la mano por la puerta. Gracias por todo.” Faltaban las palabras para poder darle nombre a lo que sintió en aquel momento y, tan sólo una lágrima, se aventuró a romper el silencio de su alma mientras seguía con su trabajo patio de butacas abajo.
Pasaron las semanas, los meses, y todas y cada una de las sesiones que presenciaba eran una oportunidad fallida por dejar de salir sólo de aquella sala. El recuerdo de su olor se empezaba a camuflar entre la fantasía, la verdad y el ingenio por recordarlo. Temía que el tiempo hubiera jugado con la locura y le hubiera alejado tanto que ya no recordara cómo era realmente el olor del amor. Se sentía realmente desdichado mientras veía salir a las parejas del cine, abrazados, concediéndose carantoñas y arrumacos que evidenciaban la bondad de querer a alguien y ser correspondido. El encendido de las luces era la señal de un nuevo fracaso, el deshielo de una ilusión, la certeza de que los sueños solo se construyen con celuloide y se plasman en grandes pantallas que esconden mitos y verdades a medias. Total, el cine, su lugar de trabajo se lo había enseñado durante muchos años…
En Diciembre de ese mismo año, en la última sesión vespertina del Domingo, cuando suelen ir los más bohemios y empedernidos amantes del viejo arte, se percató de que había menos gente de lo habitual y habiendo empezado la sesión, teniendo las piernas cansadas de todo el fin de semana en pie, tomó la decisión de sentarse junto al pasillo para ver la película como uno más. Como fondo el maravilloso tintineo de las teclas de un piano recorriendo la indescriptible magia partitura de uno de los nocturnos de Schubert. Dejándose llevar por el momento, cerró los ojos y presa de la duda, mantuvo los ojos cerrados pensando que estaba soñando mientras volvía a oler aquel aroma tan especial. La comisura de los labios buscaba el norte para dibujar una leve sonrisa y el alma se le llenaba por momentos de efluvios de delirio amoroso. Todo ello casi a la vez que una lágrima volvía a resbalar por su mejilla al saberse conquistado, otra vez, por un espejismo con final poco feliz. De repente, la luz de la escena se volvió aún más tenue y apenas podía verse más allá de la fila que tenía frente a sí. Lenta pero firmemente, notó como alguien cogía su mano izquierda y su tacto calcaba las sensaciones de aquel sábado noche que guardaba en la memoria. Alguien que sentada junto a él volvió a susurrarle al oído… “Esperar no fue nunca empresa fácil y lo saben los que lo sufrieron por amor. La enfermedad no distingue los días y las noches, por eso no regresar jamás pudo ser una opción. Pero ahora que la vida me concedió otra oportunidad saldremos de la mano, por tu puerta, para vivir el resto de nuestros días como si fuera la mejor de las escenas. Gracias por todo”. Tras aquellas palabras no hubo otras, simplemente se entrelazaron las manos como si de las raíces de un árbol centenario se tratara. Más tarde, y después de haber atravesado juntos la puerta del cine, Alfredo escuchó la historia de Noelia. Llevaba años visitando su sala y jamás se había atrevido a decirle que, aunque no le gustaban las películas, sólo asistía a verlas por el tiempo que duraban sus encuentros. Porque así regresaba a casa con el aroma que desprendía la mano de Alfredo y con el que vivía el resto de la semana soñando volver a recuperarlo tras siete días. Juraron rescatar el tiempo desperdiciado y vivieron el guión más intenso jamás recordado sobre los hilos de una vieja butaca.
Porque el amor no conoce de enclaves certeros, ni de luces ni de sombras, no surgió dos veces del mismo sitio. A lo mejor te visitó varias veces de seguido y jamás le prestaste atención. Las señales son demasiado evidentes pero no siempre tenemos los ojos abiertos…
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Linda historia ,me ah encantado…
Gracias Zizi.Vamos a intentar volver a escribir.Un saludo.