Emocionalia

La lluvia sabía por qué…

La lluvia sabía por qué…

La lluvia sabía por quéAquella tarde de Noviembre salí de mi trabajo para dirigirme a casa y el cielo parecía mandarnos, furioso, toda el agua pudiera. Las calles parecían ríos y mis zapatos ya encharcados parecían barcas a la deriva sin un rumbo fijo. Mi pelo empapado tapaba parcialmente mi cara y, mientras iba resguardándome en los portales de a poco, utilizaba esos instantes para peinarme vagamente con los dedos y apartarme el pelo de la ojos. El frío empezaba a recorrer mi cuerpo de pies a cabeza y no tenía ni la menor idea de dónde podría meterme hasta que escampara un poco.  El tráfico era un caos de coches que iban y venían pareciendo no tener un destino fijo pues juraría que en más de una ocasión vi al mismo conductor pasar frente a mí. Ese tipo de días son para estar en casa, celebrando tras los cristales la caída de tanta lluvia, abrazada a una manta y una taza de café entre los dedos. Pero, sin duda, no para sentirse una mujer perdida, sin tiempo, sin cobijo y sin calor.

En una de estas salí corriendo y cuando las pulsaciones de mi corazón me avisaban del límite para dejar de correr tuve la fortuna de parar frente a un viejo bar de la quinta avenida, uno de esos que ha sabido sobrevivir a la modernidad de los tiempos, uno de los que sigue manteniendo intacto el sabor del New York de los años 70. Desde la cristalera podía divisar el interior del mismo y me sentí atraída por las pequeñas mesas redondas de madera vieja con sus correspondientes sillas de respaldo, poco cómodo, pero llenas de nostalgia. Una barra larga que parecía la autopista hacia el cielo de todos aquellos que ahogan sus penas sobre la misma, llena de muescas de vasos vacíos golpeando su rostro. Clientes sentados solos y cabizbajos, rumiando el día o, a lo peor, la suerte de tiempos pretéritos cuando todo era más lúcido y alegre en sus vidas. Detrás de la barra un tipo alto, fuerte, con cara seria y ojos exageradamente expresivos, tanto que me arrancaron la necesidad de entrar en aquel lugar para guarecerme del chaparrón que estaba cayendo.

La lluvia sabía por quéUna vez dentro, el camarero se apresuró a salir de la barra y se dirigió a mí como si de la irrupción desafortunada en un club privado se tratara. Me quedé paralizada y ya estaba realizando el ademán de girarme para volver a salir cuando sujetándome firme pero suavemente por el brazo izquierdo me dijo:

– No te marches, estás empapada, te vendría bien un café caliente. Siéntate en esa mesa, yo mismo te lo acercaré. – Y con las mismas me ayudó a quitarme el abrigo, me sujetó el maletín que llevaba con mis cosas y me apartó la silla para que pudiera tomar asiento. Colocó mi abrigo cerca de uno de los radiadores del local para que se secara un poco y se despidió con una tímida sonrisa mientras retorcía un paño entre manos e irse detrás de la barra. Juro que si me hubieran preguntado antes habría negado la posibilidad de que un hombre de aspecto tan rudo albergara tras aquella fachada tanta amabilidad. Además, sin haber cruzado palabra, me llamó la atención sobremanera su mirada. Los párpados parecían dos toldos que, abiertos por obligación, trataban de camuflar una historia poco agradable tras de sí. Unos ojos intensamente azules, tanto que parecían acercarse a la transparencia marina en los días de mucho sol. Desconocía el motivo pero sentí la obligación de quedarme allí el tiempo que las circunstancias y la lluvia determinaran.

Una vez me hubo traído la taza de café y me lo tomara, mi cuerpo había entrado en calor y las manos ya no me dolían por el frío. Mi pelo, hecho una auténtica maraña, se había secado parcialmente y las personas que había en el bar habían empezado a abandonar el sitio pues la noche se iba adueñando de la situación. Yo tomaba notas en una libreta que uso a modo de aplicación de móvil para recordar todas aquellas cuestiones que no soy capaz de retener. Lo cierto es que soy una persona del siglo XXI afincada en los albores de la década de los 80, cuando la vida era mucho más simple, más humana y con menos distancia entre las personas. Aún estoy convencida de que no siempre la tecnología es necesaria y, menos aún, atractiva.  Recuerdo que cuando era niña jugaba en el patio cercano a la casa de mis padres y los juegos eran creados en el momento, las restricciones surgían a petición de los participantes y los límites no existían pues dicho concepto, siendo una niña, no se conocía. Hoy es raro, extraño, por no decir, complicadísimo, ver o escuchar la risa o los gritos de los niños de fondo tras los cristales de una ventana. Siempre recordaré a uno de los niños que jugaba conmigo. Desde que era una niña no lo había vuelto a ver. Lo recuerdo porque siempre tenía detalles muy bonitos conmigo. Jamás dejó que me lastimara y, curiosamente, siempre que estaba a punto de caerme surgía para recogerme o, incluso, poner su cuerpo bajo el mío para que yo no me lastimara. No he vuelto a conocer a una persona con tanta bondad desinteresada. Recuerdo que en una ocasión llegó a quemarse la palma de la mano con una soga de la que pendía de un árbol. Yo traté de sujetarme fuertemente con mi mano pero no era suficiente y estaba precipitándome al suelo cuando apareció para sujetar dicha cuerda y parar mi caída. A cambio, pude ver que la palma de su mano derecha había sido quemada por agarrar la soga al frenar mi caída. Se lo agradecí con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. No me dijo una sola palabra, sólo sonrió, bajó la cabeza y colocando su mano entre el costado y su brazo izquierdo se marchó hacia su casa donde vivía con su abuela pues no tenía padres, o al menos que supiéramos. Cuento esto porque no comprendí cómo aquel camarero fuera tan amable con alguien que no conocía apenas de nada. Es raro tropezar con este tipo de personas.

La lluvia sabía por qué...Cuando ya estaba dispuesta a marcharme comenzó a llover de forma abundante otra vez. Estaba de pie con mis cosas y sentí una mano en el hombro que parecía sujetarme para evitar mi salida del bar. Me giré y de nuevo aquella mirada me atravesó por completo. Sentía algo extraño y cercano cuando aquellos ojos me miraban. Creo el lenguaje no habría sido creado si todos hubiéramos sido agraciados con semejantes ventanas al mundo…las palabras sobrarían. De nuevo, y sin que yo se lo pidiera, me dijo:

– ¿Estás segura de que salir ahora es la mejor opción?, creo que volverás a mojarte.-

– Estoy convencida de que no puedo quedarme toda la noche en tu bar, necesito llegar a casa y se hace tarde. De una u otra manera he de llegar. Has sido muy amable pero he de marchar. Ha sido un placer conocerte. –  No me contestó nada, tan sólo me regaló una sonrisa sin mostrar sus dientes y se giró para dejarme abrir la puerta del bar. Yo me quedé a medio camino entre la calle y el bar pues la lluvia me volvía a cerrar el paso. De repente, sin determinar claramente su procedencia, comencé a escuchar una melodía en un piano. Era una melodía que solía escuchar cuando era una niña. De esas cantinelas que jamás se borran de la memoria y te transportan como si de una máquina del tiempo se tratara. Obligada por la emoción volví a entrar en el bar, ya casi sin clientes, y miré hacia el fondo del local. El chico de la barra estaba sentado frente al piano de pared tocando aquella canción. Me acerqué tímidamente a él para que no percibiera mi presencia y eso interrumpiera su interpretación. Le contemplé ensimismada mientras tocaba pues hacía muchos años, tanto como dos décadas que no la había vuelto a escuchar. Cuando sonó la última nota, en lugar de levantarse, se quedó sentado frente al piano como si meditara o tratase de reflexionar sobre algo. En esta ocasión fui yo quien tuve el arrojo para ponerle mi mano sobre su hombro y le felicité:

La lluvia sabía por qué– Gracias por interpretar esa canción, solía escucharla cuando era una niña y, aunque desconozco quién me la dio a conocer, jamás la olvidé. Ha sido un momento muy bonito para mí. Parece que esta tarde la lluvia me ha traído algo más que frío… – Como si hubiera escuchado una sentencia a muerte bajó la mirada y después de bajar con sumo cuidado la tapa de las teclas del piano me agradeció en voz muy baja mis palabras y me informó de que en breve iba a cerrar el bar. No entendí aquellas palabras pues hacía unos minutos que me había ofrecido la posibilidad de quedarme. Aquello casi me enojó y me arrancó una última pregunta, quizá, poco afortunada: – ¿Qué ocurre, es que ya no deseas que me quede a tomar otro café, prefieres estar sólo? –  Creo que si pudiera retroceder en el tiempo jamás habría hecho aquella pregunta. Por última vez, sus dos ojos me miraron y me transmitieron tanta soledad, tanta tristeza que no necesitaba palabra alguna para entender que me había equivocado por completo. Pero para mi sorpresa me contestó con voz muy serena:

– No necesito que nadie me recuerde cual es mi sitio, cómo es la vida que me ha tocado vivir o cómo son los días en los que vivo al margen de la gente con suerte. Tenías razón, ha sido un verdadero placer conocerte. Puedes marcharte… –  En ese momento, petrificada y cubierta de gloria, recibí la invitación para estrecharle la mano y abandonar el bar. Sin saber qué otra cosa hacer decidí devolverle el gesto antes de marchar y le ofrecí la mía. En ese momento un escalofrío recorrió mi alma y fue como abrir las puertas de mi pasado con un soplo fuerte y repentino de viento. Al estrechar su mano pude notar una cicatriz elevada justo en la palma de la mano, una herida sin parangón, con una trayectoria ya conocida. Sin poder soltarla le miré a los ojos y, aunque trató de separarla de la mía, no se lo permití. Sus ojos acristalados tiritaban con el brillo que caracteriza al previo del llanto de un niño. Pude notar como comenzaba a temblar su mano derecha y la izquierda apretaba y retorcía el trapo que le servía de pequeño mandil. No aguanté más y le dije:

– Quiero que me hables antes de marcharme, no quiero escuchar más tu silencio, dime si eres Javier, el mismo que compartió mis miedos, el mismo que me regaló tantos y tantos momentos bonitos en mi niñez…- Y me contestó, ya lo creo. Me contó la odisea que había sido su vida, cómo la desgracia se había aferrado a su existencia tras la muerte de la única persona que tenía como familia, su abuela. Pude escuchar el sonido de la tristeza y ver en sus ojos el color de la humildad, pude conocer el sonido de las palabras cuando se pronuncian desde lo más profundo del corazón. Me contó que tras la barra de su bar era capaz de escuchar, de alentar mil historias, de ayudar con sus palabras a todos cuantos lo necesitan. Así se sentía menos solo y cada noche, al cerrar, pensaba que algún día llegaría la persona que lo escuchara a él. La lluvia sabía por qué...Aquella tarde de lluvia me llevó, como si de una corriente se tratara, a mí hasta su bar. Hoy, cuando pasaron ya veinte años, y aunque diga la canción que no son nada, siento en su aliento el mismo amor y la misma paz. Pues no pude salir jamás de su rincón sin jurar para siempre que nunca me separaría del hombre que desde que era una niña veló porque mis días fueran siempre como sus ojos…azules.

Porque el amor no entiende lluvias, ni de fríos que lo congelen. El amor es como la vida mientras haya quien la disfrute como si fuera el último día…

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Obra registrada a nombre de Justino Hernández en SafeCreative.

 
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