Un banco para dos…
La historia que a continuación verán tus ojos tiene demasiados años, tantos que el polvo del tiempo y la escarcha de la memoria pugnan por ocultarla para siempre como si no hubiera existido jamás. Los hilos de la indiferencia se hacen fuertes ante la duda y la sombra del recuerdo permanece imperecedera combatiendo la ausencia que pretende implantar el olvido. Aún existen ecos de tiempos pretéritos donde el aletear de gorrión era el más sonoro de los ruidos, donde las miradas traspasaban muros de timidez armada o donde las manos eran fronteras inexpugnables que soportaban el peso de la honestidad sin necesitar más argumento que el de una mirada cómplice. Si crees que el corazón y sus efectos no tienen fecha de caducidad toma aliento, dale la tarde libre a tus miedos y llama a filas a tu ejercito de emociones…les gustará conocer esta historia.
Ocurrió a finales de los años sesenta, en la maravillosa y encantadora ciudad castellana de Salamanca, cuna y vereda de malabaristas de la palabra, santo y seña del Señor Amor cuando de atrapar almas enamoradas se trata, y vergel de corazones sedientos de devorar la vida sorbo a sorbo. Manuel era un muchacho de provincias que había recalado en dicha ciudad para cursar estudios superiores de medicina. Apasionado de los libros, ciertamente introvertido y algo obstinado con el orden, había vivido en Salamanca cinco años para seis antes de terminar dicho periodo estudiantil. Los amigos los contaba con los dedos de una mano y, de vez en cuanto, cada dos por tres, solía tener una riña sin importancia con alguno de ellos sin conocer verdaderamente el motivo. Ya les tenía acostumbrados a tu extraña forma de mantener la amistad y le toleraban porque, en el fondo, era un buen muchacho. Caminaba solo desde la residencia de estudiantes hasta la facultad, desde esta hacia la biblioteca y de los libros regresaba de vuelta a la residencia sin hacer grandes variaciones. Así todos los días de la semana, todos menos uno. El sábado era un día especial. Según él, no había mejor día para pensar, reencontrarse y meditar que dicho día por la tarde y a la hora del atardecer, cuando según Manuel, la luz del sol apura sus últimos efectos sobre la vida y cada color parece ganar en profundidad y en misterio. Así pues, aquellas tardes solía llevar bajo el brazo su cartera de cuero viejo, con unos lapiceros y un cuaderno de notas al que cargaba de pensamientos, elucubraciones e historias emanadas de su cabeza de infamias y sueños que nadie conocería jamás…
Una de las tardes de noviembre, a la hora en que las personas de ordinario recogen velas y se vuelven a casa, Manuel se sentó en uno de los bancos del parque donde solía pasar esos momentos. El Huerto de Calisto y Melibea era su rincón de fábulas, el almuerzo de sus relatos y la necesidad de sentir que su introversión tenía un límite pues lapicero en mano se sentía el hombre más desinhibido del mundo. Estaba tan absorto en lo que escribía que no se percató de que a su espalda, sentada en posición similar y dirección opuesta, había una muchacha que sujetaba un libro entre sus manos al tiempo que cubría sus hombros con una bufanda a caballo entre ésta y una rebeca. Sin apenas darse cuenta se convirtieron en dos sombras alumbradas por la farola que les custodiaba el enigma de ser las dos únicas almas de aquel lugar. Las palabras les cautivaban de tal forma que cada trazo era un motivo para no abandonar, cada renglón era un argumento para darle vida al siguiente y no perecer en la idea de plegar el libro abortando cualquier posibilidad de conocer el resto del relato. Pero en una de estas el frío se coló en la muchacha y le hizo estornudar de forma inesperada, así consiguió sobresaltar a ambos y regresarles del coma literario en el que habitaban.
–¡Vaya, qué susto!– Dijo Manuel sorprendido de no ser el único que estaba allí.
– Lo lamento, parece que se me hizo tarde y el frío se ha encargado de recordármelo.– Respondió la muchacha con una voz muy dulce y mermada en decibelios.
– No pasa nada, lo cierto es que yo también he perdido la noción del tiempo y es hora de marchar.– Comentó Manuel tratando de restarle importancia a su abrupta interrupción.
Casi de forma natural empezaron a darle forma a una conversación que trajo como consecuencia conocer que ella se llamaba Rocío, que estudiaba su último año de Historia y que disfrutaba más de la soledad buscada con un libro que de los laberintos juveniles propios de la edad y de la etapa universitaria. Manuel y Rocío llegaron a congeniar de tal forma que las horas se convertían en minutos de breve satisfacción hablando de sus inquietudes, del temor que les presagiaba el incierto futuro o de lo estupendo que resultaba hablar por hablar. Calisto y Melibea se llegó a convertir en el punto de encuentro de los sábados por la tarde y aunque el frío arreciara los momentos vespertinos de diciembre y enero, preferían pertrecharse de abrigo y moral a desistir de la magia que dan los muros de piedra del lugar y sus bancos. Ya no se sentaban en direcciones opuestas sino que manteniendo el mismo sentido apoyaban hombros, uno contra el otro, mientras disfrutaban de un mismo texto. La misma farola de antaño les protegía de la oscuridad de la noche y les tildaba como el elemento más romántico de cuantos pudo tener ese enclave. Abandonándose a su suerte fueron cayendo en el pozo que les prestó la noche para entrelazar sus manos concediéndose calor y caricias, y el brazo de Manuel se convirtió en el sendero que facilitara la reyerta que confluyendo en sus bocas ponía el broche más oportuno a cada reunión. Llegaron los te quiero, aquellos que poco a poco fueron fortaleciendo el amor que hallaron por casualidad, aquellos que supusieron la certeza de que la genialidad del azar supera con creces la intencionalidad de poeta más incisivo y tenaz en la búsqueda de un idilio.
A Manuel le gustaba comenzar sus lecturas diciendo siempre las mismas palabras: Letras de tinta y verdad, dejan huella y después se van. Y a continuación le leía a Rocío alguno de sus últimos relatos. Esa rutina suponía la impronta de una relación que vio truncada su trayectoria por la conclusión de los estudios. Ambos tuvieron que regresar a sus lugares de procedencia y resultaba muy costoso, por entonces, concretar nuevos reencuentros para mantener su relación. De familias de clase baja, se vieron abocados a recurrir al vínculo que fortalecen las cartas, cuando la posibilidad de volver a verse era casi una quimera. Y los meses llenaron los calendarios y dilataron la recepción entre carta y carta, bien sea por desidia o por el deterioro que supone no alimentar los anhelos del corazón como la razón manda. Las últimas cartas no eran de reproche, ni siquiera se recordaban que la ausencia les fuera mala. El amor se volvió caprichoso y se fue diluyendo entre letras, en la tinta decolorada de las cartas que guardaban.
Ambos siguieron sus vidas y los años trajeron más besos, nuevos cuerpos que acariciar, nuevos brazos a los que asirse mientras el frío volviera a pasar. Manuel entre batas y medicinas colmó su sed de doctor y al cabo de varios lustros terminó por abandonar la profesión que le sustentaba para recabar de verdad en la que siempre amó. Los lápices y unos cuadernos a los que darle vida y color. Rocío tiñó sus dedos de tiza y le concedió a muchos alumnos beneficiarse del oficio de su voz, de la amabilidad de sus versos y la serenidad que da un buen profesor. Las letras fueron su vida y la docencia se convirtió en el motivo para levantarse cada día sintiendo que sus alumnos eran su mejor producción. Ambos era queridos por sus familias, y a pesar de que los años ya les hacían platear las sienes y sus facciones se rendían a la evidencia que da la antesala de senectud, se sentían tremendamente jóvenes. Llegaron a enviudar y la soledad anidó en sus vidas para quedarse como amiga inseparable de los últimos años. Al fin y al cabo, no les quedaba más que vivir de forma serena y tranquila los últimos años del camino de sus vidas.
En el otoño de 1.993, Manuel sintió el deseo irrefrenable de visitar Salamanca para, según él, despedirse de algo muy especial. Los amigos no le concedieron gran importancia a su comentario reconociendo en él un ánimo nostálgico y romántico fuera de toda duda. Su salud no era la más óptima pero aun y así se presentó en dicha ciudad. Las calles estaban cambiadas, las caras de la gente, la luz que imaginaba había trocado el recuerdo. Tan sólo los edificios fastuosos parecían rememorar los tiempos que le contemplaron con su cuaderno y su cartera de piel. La plaza de Anaya le sonrió en silencio y marcó el eco de sus pasos camino del sitio aquel. Una vez llegó a la puerta, con la luz del sol al morir, inspiró con los ojos cerrados llenando sus pulmones con el mismo viento fresco que una vez le recibió por primera vez. Curiosamente no había nadie, era la hora de recogerse, era el momento para Manuel. Se sentó en el banco de siempre y repitió como en solemne ritual el desenfunde de los lápices y abertura del viejo bloc. Pero el instante le bloqueó, sus ojos se acristalaron, su mano derecha se negó a caminar y la memoria le trajo el olor de Rocío. Durante unos segundos volvió a su vida y sintió que el tiempo había sido un lapso estúpido y arbitrario que les había separado caprichosamente. Momentos después volvió a la realidad y se dio cuenta de que la vieja farola sólo le iluminaba a él con lo que, antes de regresar al hotel donde se hospedaba, decidió acabar lo que había venido a hacer…
Tomó el viejo lapicero en su mano derecha, en la izquierda su papel y comenzó a reproducir la noble retahíla que acostumbraba a decir previo a sus lecturas:
– Letras de tinta y verdad, dejan huella…– Sin acabar la frase y colándose de la nada como un puñal frío se escuchó una voz que la terminó a duras penas.
–…Y después se van.- Manuel no daba crédito a lo que había escuchado. Dudaba de la propia razón y se negaba a seguir en aquel lugar. Pensaba que ya no era dueño ni del juicio que le había llevado hasta allí. Lo mejor sería marcharse para siempre y no sufrir más. Pero de pronto volvió a escuchar esa voz que le insistió: – ¿Ya no me vas a leer más?.– Manuel se giró sobre sí y tras él pudo ver la silueta de una mujer con la cabeza cubierta y los hombros tapados con capa de ayer. Esos ojos no mentían, y aunque no lo podía creer, la vida los había resucitado, los había llevado sin querer a tener el mismo deseo antes de envejecer para siempre. Recobraron la misma dirección, se abrazaron con el mismo cariño que ejercen dos novios adolescentes en la temeridad de una primera noche a oscuras, sin maldad y llenos de inocencia. Permanecieron largo rato en esa posición para que ni el tiempo, ni la realidad ni sus vidas pudieran separarles más.
Cuenta la leyenda que en las noches de invierno, cuando la bruma se hace pesada y el frío puede palparse en las calles de Salamanca, Calisto y Melibea cierra sus puertas para los mundanos y en su interior, donde las farolas alumbran un banco, se puede ver la silueta de dos cuerpos abrazados haciendo de su sitio un rincón, el hogar para un idilio de los de antes, el encuentro de dos almas y un amor…
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