Las historias más sencillas son las más desgarradoras, las mas honestas, aquellas que te arrebatan el dolor sin medir los plazos porque nacen desde la verdad aunque jamás llegaran a producirse. Cuentos de cartón-piedra. En este caso surgió de la frase de una de las mujeres, compañeras y amigas más importantes que he tenido en mi vida cuando, tras el asalto inesperado del coronavirus y por el asedio de la necesidad de utilizar las nuevas tecnologías, me dijo con voz a medias, triste y sin recursos para expresarlo de otra manera; yo no me hice maestra para estar lejos de mis muchachos…
Cuando recorría la calles de mi pueblo me gustaba imaginarme en lo alto de las escaleras de la escuela, animando a los niños a incorporarse en la fila, a no demorarse y a ofrecerles una caricia en la mejilla como buenos días. Por entonces, que no levantaba más de medio metro del suelo, ya recogía trozos de picón que tiraban a su paso los carros para tener mis propios crayones con los instruir a mis dos únicas muñecas de trapo. Una de ellas con necesidades educativas especiales pues se le cayó un ojo al lavarla en el río y jamás dí con él.
Fui creciendo con el ánimo de emular movimientos, posturas, frases, locuciones reiterativas y gestos que me conducían a alimentar mi deseo por llegar a ser maestra algún día. La fortuna de poder enseñar a leer, escribir, contagiar la pasión por aprender…todo eso que se gestiona desde el corazón aunque sea el cerebro el que ejecute, no siempre con el acierto que quisiera el alma.
Superé la adolescencia recluyendo mis juguetes en la excedencia. Circunstancia que sufren personas, cosas y recuerdos que ya no estremecen el corazón hasta hacerlo explotar sin sentido.
El miedo, aliado no solicitado, me acompañó desde el primer día en que crucé el umbral de la Facultad de Educación, no por sentir mi incompetencia, sino por desconocer si en el futuro iba a ser capaz trasladar a aquellos niños, aún no nacidos, todo el amor que sentía por una profesión que no elegí sino que me llamó a filas desde que era niña.
Mi primer día en el colegio fue como buscar en los rincones del patio a la pequeña que fui, aquella que aún merodeaba por las esquinas aleccionando al señor palo u ofreciendo regañinas a las piedras del suelo que no le atendían en sus explicaciones. Con las rodillas manchadas, el vestido con apelativo difuso y las coletas, digamos, poco simétricas, mantenía, seguro, la ilusión intacta por llegar a ser la mejor «seño» de todas. Por eso, después de sonreír, tomar aire y apretar firmemente mi libreta de mano me decidí a abrir la puerta del cole, mi vida, el sueño de mi infancia hasta el día de hoy…
Revoltosos y pacientes, orgullosos y tembladeras, cariñosos y falsos ariscos, impacientes y sin premura, de todas formas y trato habré conocido en mi años a tantos que jamás podré olvidar. Porque aunque pasen los años y los cuerpos crezcan jamás se olvida una cara, una mirada, un instante de complicidad, la ingenuidad desnuda que viste a los pequeños cuando no tienen nada que enmascarar. Ellos vuelan tú te quedas, ellos zarpan, tú parece que encallaste donde mueren los barcos que ya no respeta la mar.
Cada día parece lo mismo pero siempre es distinto a los demás. Ningún cielo te ofrece las mismas nubes, ningún niño te sorprende como lo hizo ayer, por eso cerrar la puerta del aula es reconocer y aprender que los pupitres son como cofres de barcos viejos donde poder esconder los tesoros más insospechados; desde un frasco vacío de perfume viejo hasta un bote canicas por estrenar. Los sueños se visten con pintura de dedos, recortados con tijeras de papel, cantados con melodías sin notas hasta que se aprendan sin querer.
He conocido mil veces el protocolo del adiós y suspendo en el arte de acostumbrar al corazón a reconocer que confluyen inicio y final en esta profesión cada vez que un niño se va. – ¡Tonta, – me digo antes de entrar- , hoy es el último día pero no es el final!
En cualquier caso voy sumando los años, los cursos, las familias y mi cansancio. Mis manos quieren y pueden, los hábitos parece que no tanto. Me he mirando tanto en el espejo de los compañeros que marcharon que siento en el cogote sus miedos, aquellos que te relegan a la evocación de tantos, el soplo que te anima a dejar definitivamente el barco.
Llevo mes y medio involucrada en pantallas de luz sin tacto, con las pestañas pegadas y los nervios encrespados como si fueran pelos alborotados. Las prisas y la ignorancia arrinconan a la niña que llora desconsolada en algún pliegue de mi alma, solitaria, indefensa y sin comprender nada de todo cuanto pasa. Los niños del otro lado, no huelo sus manos ni siento el temblor de éstas cuando desconocen algo. No advierto de sus risas la alegría ni de su voz el miedo a seguir mis pasos…Igual no tengo argumentos para seguir tejiendo futuros con los hilos que me presta el momento que nos brinda tamaño reto telemático.
Escúchame, mi niña, muchachina que vives en mí hace tanto. Escucha cariño mío, conseguiste todo lo que soñaste y, prometo por tu recuerdo, que te hizo feliz hasta no poder imaginarlo. Pero quizá llegamos al puerto donde terminan los caminos que juntas trazamos, el amor por enseñar a nuestras muñecas de trapo, registrar en el pecho tantos niños como abrazamos o marcharnos reconociendo que fuimos honestas, sinceras y dignas compañeras de teatro
Entiéndeme y no llores, habrán de venir otras «seños», ávidas en teclas y ratones, en conexiones de miles de datos, diestras en la ausencia de tiza, controladoras del noble arte del teletrabajo. Profesionales del futuro que lamentablemente esperábamos, ese que siempre que llega lo hace demasiado temprano.
Dame la mano, mi vida, cerremos la puerta del cole, porque llegados a este apartado, concluyo serena y sin reparo, –yo me hice maestra para estar lejos de mis muchachos…–
A mi compañera Esperanza, por existir y recordarnos, cada día, la esencia de ser maestr@s. (Y por la maravillosa frase que le dio vida a este texto…)
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Obra registrada a nombre de Justino Hernández en SafeCreative
Me encanta. Seguro que la seño Espe ha llorado mucho al leerlo. Cuanta verdad.
Gracias por tu comentario, Olivia. Esta profesión es maravillosa…Un abrazo.
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