Te regalo mi vida…
Trabajé durante varios años en el Hospital de la Paz de Madrid, lugar de paso para muchos enfermos y encuentro diario de cientos de sanitarios que van y vienen haciendo su trabajo lo mejor que pueden y saben. Este es un lugar que pocos visitarían por puro placer ya que, incluso los alumbramientos pueden acarrear complicaciones en el peor de los casos. No obstante, también es un lugar donde la cita con los milagros está a la orden del día y la vida pugna con la muerte en lucha encarnizada por mantenerse de pie y, en muchas de las ocasiones, lo consigue y entonces te marchas a casa con el alma henchida y en calma.
Esto que te cuento sólo a ti sucedió hace años, un mes de enero, con las calles tamizadas en blanco por la fría nieve y con los tejados de la capital cubiertos de escarcha ahuyentando a los primeros gorriones a posar sus ínfimas patas sobre las tejas. Mirando tras los cristales empañados sólo se veía a las personas que, obligadas, caminaban cual autómatas a sus puestos de trabajo pertrechados de abrigos, gorros y bufandas que les protegieran de las gélidas primeras horas de la madrugada. Algún perro callejero cruzando presuroso la calle para buscar refugio en lugar más cálido, posiblemente, las escaleras de algún portal que cerrando despacio posibilitaba dicha oportunidad…
En aquel momento me habían destinado a la planta de pediatría, un lugar, entre nosotros, que jamás había deseado para desempeñar mi trabajo pues, para ser honesto, nunca tuve demasiada afinidad con los niños. Me parecían entes carentes de sentido común, perspectiva y, lo que era más importante, sentido de la responsabilidad. Personas de baja estatura que tan sólo buscan el placer propio, la satisfacción personal gracias a los otros y un sin fin de beneplácitos que, en la mayoría de los casos, no merecen. Así pensaba sobre ellos. Y, como suele ocurrir en la vida, es ésta la que te pone delante de los ojos aquella circunstancia o concepto del que presupones tu lejanía para que compruebes, por ti mismo, que los juicios a priori quizá no sean los mejores consejeros en nuestro maratón vital. Al fin y al cabo, de eso se trata, de aprender a base de tropiezos y enmiendas.
Aquella mañana, no parecía ser muy diferente a las demás, los primeros llantos de la mañana no tardaron en llegar y cada mamá arbitraba distintos modos para mermar el sufrimiento de su bebé aderezando la alimentación con tretas de cariño y dulzura sin medida. Los buenos días en cada habitación para facilitarles aquellos enseres que necesitaran era una rutina casi aprendida y algo impersonal pues era complicado intimar con las pacientes y sus parejas más allá de lo estrictamente profesional. Alguna mamá que había marchado y dejaba su cama libre para que otra ocupara su lugar, y así seguíamos el bucle que supone trabajar en pediatría, unos entran y otros se van. Lo cierto es que algo raro noté en la cara de mis compañeras. Obviamente, cuando algo extraño o fuera de lo normal va a pasar las caras suelen manifestar esa anormalidad de forma tal que suelen eliminarse risas que de cotidiano podrían escucharse entre pasillos. Nadie me había comentado nada por lo que no dudé en preguntarle a la enfermera de planta cuando me fue posible.
-Disculpa María, ¿Sabes si tenemos algún caso especial en planta?, lo desconozco pero noto a los compañeros más serios que de costumbre.- Y la enfermera jefa me contestó después de un lento suspiro mientras se quitaba las gafas para sujetarlas sobre su pecho pendientes de un cordón que rodeaba su cuello.
-Pues mira Javier, anoche recibimos el ingreso de la habitación 225. Este es un ingreso un tanto especial pues son dos hermanos gemelos, Pedro y Lucía. La niña está enferma y el único donante cien por cien fiable es su hermano. Esta mañana trataremos de realizar la extracción de sangre pero el niño aún no lo sabe…- Pensé que algo se me ocultaba pues hasta ese momento no me parecía nada fuera de lo común y le volví a preguntar…
-Pero bueno, ¿Dónde está el problema de esa extracción?- Y me contestó, nuevamente, esta vez poniendo su mano derecha sobre mi hombro izquierdo como lo hace un buen amigo antes de darte una mala noticia.
-Esperamos no tener ninguna complicación pero Pedro es hemofílico y podría tener algún problema de coagulación o hemorragia que no quisiéramos tener que hacer frente. Además, es ciego de nacimiento y jamás ha pasado por una situación como esta. No queremos que se ponga nervioso y será un momento delicado donde todos tendremos que aportar nuestro granito de arena. – Jamás me había planteado esa situación y, aunque conocía dicha patología, no habría planteado nunca antes tal circunstancia. No obstante, me presenté como voluntario para ayudar en lo que pudiera. A pesar de mi distancia con los niños, aquella mañana sentí que era un buen momento para realizar una tregua con ellos.
Sobre las 10:00 A. M. acudimos varios compañeros a la habitación en cuestión junto con el Doctor en Pediatría y la Doctora Hematóloga del hospital. Allí estaban los dos hermanos, postrados en sendas camas y con la mano derecha de Pedro agarrada a la izquierda de Lucía. Ambos con 7 años de edad y con sus caras manifestando cierta inquietud. Lucía no dejaba de mirar, casi a la par, a sus padres y a su hermano, en el que reparaba, quizá, más tiempo que en los primeros. Interpreté, posiblemente, sin tener demasiado fundamento, que Lucía era más consciente de dónde estaba, qué ocurría y por qué estaba allí. Las mujeres siempre están un escalón por encima de nosotros en este tipo de situaciones.
Al momento, les separaron las manos y el Doctor se sentó entre ambos para charlar con ellos. Les dijo que estuvieran tranquilos y que todo iba a salir estupendamente. En pocos días estarían saltando, corriendo y moviendo sus pequeños cuerpos de forma natural. Lucía asintió con la cabeza aunque sus ojos ya denotaban un brillo que suponía algo más que emoción… La cara de Pedro era desasosiego mal disimulado y una mirada propia del invidente que no controla los movimientos oculares. Parecía querer levantarse y su pequeño cuerpo era un manojo de nervios. Llegó el momento más delicado y el doctor se dirigió a él…
-Verás, Pedro. Soy el Doctor Hernández, y quiero contarte un secreto, ¿Quieres saber de qué se trata?…- Perplejo asintió con la cabeza y no pronunció palabra. Ambas manos sudorosas retorcían una y otra vez la sábana que le cubría parcialmente el cuerpo.
-Pues mira, Lucía, como sabes, está malita y necesita tu ayuda. Estoy convencido de que la quieres mucho y estarías dispuesto a ayudarla, ¿Verdad?- El niño volvió a asentir con la cabeza, en esta ocasión hasta tres veces y de manera enérgica al tiempo que se limpiaba con la mano derecha una de las lágrimas que le caía por la mejilla fruto, tal vez, de la tensión de aquel momento.
-Entonces será muy fácil. ¿Tú estarías dispuesto a darle tu sangre a Lucía?- Aunque pereció dudar durante un par de segundos no le respondió al Doctor sino que giró su cabecita hacia la derecha y mirando hacia Lucía dijo – Yo te quiero mucho Lucía, te voy a dar mi sangre y te vas a curar para vivir…- Como si un ángel hubiera sobrevolado la habitación, el silencio ocupó todo el espacio de la misma e hizo que, absortos y desconcertados nos mirásemos todos y cada uno de nosotros a las caras sin dar crédito a aquellas palabras.
Conectaron ambos brazos a un dispositivo que les iba a intercambiar la sangre y se dispusieron todas las herramientas necesarias para cualquier contingencia en los lugares oportunos. Cada sanitario ocupó el puesto que le correspondía y se dio comienzo a la transfusión de sangre entre hermanos. La cara de ambos denotaba tensión y preocupación. Sus padres, abrazados contenían la emoción y guardaban la compostura frente a los ojos de Lucía. Ésta tenía aún la piel blanquecina y sus ojeras aún apuntaban su debilidad. De repente y de forma paulatina, el color sonrojado de las mejillas de Lucía comenzó a aparecer y sus oscuras sombras bajo los ojos empezaron a difuminarse, estaba mejorando su estado de salud y se estaba poniendo mejor. Era una alegría inmensa. Pero casi al mismo tiempo que Lucía mejoraba, la cara de Pedro empezó a palidecer, su cara empezó a ser colonizada por una palidez que antes no existía y el niño trataba de buscar aliento abriendo su boca a la vez que abría y cerraba las manos. En ese momento dijo con una vocecita casi inapreciable…
-Doctor, por favor, dígame cuando voy a empezar a morirme…quiero despedirme de mi hermana y de mis padres…- Evidentemente, Pedro no había entendido al Doctor y no sería en aquél momento cuando moriría, tan sólo se trataba de una transfusión que iba a ayudar a mejorar la situación de su hermana. Aquella pregunta me hizo cambiar en mi forma de pensar sobre los niños. Ellos también pueden llegar a dar, de forma desinteresada, todo lo que tienen por aquello que aman. Desde entonces ya no les veo como seres menudos y caprichosos, soy capaz de mirar detrás de sus ojos y en el fondo de su corazón. Siempre guardan más sorpresas de los mimos que solicitan.
Pero la historia no acaba ahí. Al poco tiempo de realizar dicha pregunta, el Doctor calmó a Pedro explicándole que no iba a morir y que su hermana estaba mucho mejor, que se tranquilizara pues pronto recobraría su bienestar. Entonces, de forma inesperada, Pedro comenzó a convulsionar. Comenzó a tener fiebre muy alta, un dolor intenso de cabeza y mucho, mucho sudor. Las alarmas saltaron y la planta se convirtió en un vaivén de profesionales de distintas ramas para poder mitigar el sufrimiento del pequeño. Le desconectaron de la máquina que estaba realizando la transfusión a su hermana e incluso fue sometido a un masaje cardiaco pues su pulso se volvió inexistente. Al momento su electrocardiograma era plano y todos temíamos lo peor. Las lágrimas y los lamentos se incrementaron por momentos hasta que, casi sin saber por qué, comenzó a recobrar el pulso. Su pequeño cuerpo perdía temperatura acercándose a la normalidad y sus lamentos desaparecieron para concluir en una calma desconcertante. Tan sólo decía una y otra vez que le escocían mucho sus ojos mientras se frotaba ambos fuertemente contra las manos.
-Papá, mamá, ¡Ayudadme!… ¡Me duelen!- En ese momento, Lucía, sin pensarlo dos veces saltó de su cama y se abalanzó sobre su hermano cubriendo con sus pequeños brazos el cuerpo de Pedro.
-No llores, te pondrás bueno. No llores, hermanito.- Le repetía una y otra vez.
Cual fue la sorpresa de todos los que estábamos aquella mañana en la habitación, y que jamás podremos olvidar ni comprender, que al instante de ser abrazado y cubierta su cara por las lágrimas de Lucía, Pedro levantó la cara de ésta con ambas manos y poniéndola frente a la suya mientras lloraba le gritó:
– Lucía, ¡Puedo verte, puedo verte. Puedo veros a todos!…
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Obra registrada a nombre de Justino Hernández en SafeCreative.
Precioso relato
Gracias María Teresa…Un abrazo!.
En los últimos renglones de este relato esta la esencia de esta pequeña historia.
Felicitaciones, Justino Hernández Carretero.
Gracias amigo.Tienes razón.Un abrazo.
Buenas noches Justi. Acabo de leer la preciosa historia que has escrito y me ha emocionado. Me ha gustado mucho. Sigue así que vas a llegar lejos. Abrazos.
Agradezco tus palabras,celebro tu lectura y te animo a suscribirte y seguir leyendo mis textos.Buenas noches.
Aquí estamos, solo espero no te arrepientas de haberme invitado.
Gracias…No lo creo.Buen día.