Emocionalia

Una melodía escondida…

Una melodía escondida…

La melodía escondida...La noche llamaba a la puerta y las luces del pasillo de aquél hospital comenzaban a hacerse más tenues para facilitar el sueño a quien lo pudiera conciliar. Desgraciadamente, para otras personas, parecían servir como destellos de pista orientando a la parca antes de tomar el último vuelo…
El señor Julián, un hombre de setenta y seis años sujetaba la mano de María, su esposa de setenta y ocho mientras ésta, tumbada en la cama del hospital portando tubos por doquier, tenía una mascarilla para poder respirar que tan sólo dejaba reconocer, y a duras penas, sus ojos entre abiertos. Había llegado días atrás a ingresar por una dolencia cardiaca que le había oscurecido los últimos años de su vida con continuos episodios desagradables y visitas con celeridad y dudosa recuperación. Julián apenas tenía fuerzas para sostenerse sobre su bastón y concentraba el resto de sus energías en mantenerse despierto tanto como pudiera pues los doctores le habían dicho que podría ser cuestión de días o, a lo peor, de horas. Toda su obcecación era llegar a hablarle por última vez. Sentía la necesidad de darle las gracias por esos maravillosos cincuenta y dos años a su lado, por haberle hecho sentir tan dichoso y tan especial. Soñaba que, por un momento, pudiera recobrar la cordura y le regalase una última sonrisa, una mirada que sellara y culminara el sendero de toda una vida unidos. Pero tal circunstancia no tenía visos de llegar a producirse. Sus manos arbitraban una conexión que iba más allá de lo carnal, un lazo de amor translúcido que tan sólo se dejaba atravesar por la pena a separarse. Aún y así, Julián le atusaba el pelo constantemente con su otra mano esperando que en una de las ocasiones, ésta pudiera volver en sí para abrirle los ojos al momento, para cerrarle las puertas al dolor.
De repente, Julián se sobresaltó por un pitido ensordecedor y continuo, -¡Dios mío!-, pensó en voz alta, – Me he quedado dormido…– En ese momento le apartaron cuidadosa, pero aceleradamente, de María, las mismas enfermeras que horas antes le habían tranquilizado con tanto cariño. No quería soltar su mano pero no tuvo más remedio. Sintió que abandonar su mano era romper para siempre la unión entre ambos. No le dieron más oportunidad que ver, entre lágrimas, cómo el Doctor certificaba la muerte de María. Se había marchado mientras él se había quedado dormido presa del cansancio y de su avanzada edad. El sepelio fue muy austero y sin demasiadas personas pues era expreso deseo de María que a su partida fuera despedida por los más allegados, y así se hizo.
Una melodía escondida...Pasaron los días y Julián notaba un vacío enorme en el alma, una sensación jamás antes interpretada pues intentaba luchar dando crédito a la realidad y a la vez coqueteaba con estar visitando un sueño del que pudiera despertar de un momento a otro. Tan sólo se sentía aliviado cuando asentaba sus torpes dedos, ya, sobre la serpentina blanquinegra de su viejo piano de pared, aquel que tantas veces tocó para que María disfrutara escuchándolo mientras pareciera acunarse en su mecedora al pie de la ventana. Cerraba los ojos y ejecutaba lentas y melodiosas piezas imaginando que ella escuchaba a su lado, sonriéndole y deleitándose con cada nota emanada de sus dedos. Luego, despertaba de su letargo y, lamentablemente, se daba cuenta de que la imaginación no puede ir más allá de donde muere el deseo, y con ello, bajaba la tapa del piano y colando ambas manos temblorosas sobre la cara, mojaba sus dedos con lágrimas incontenibles y recurrentes. Y así, una y otra vez todos y cada uno de los días que se animaba a recordarla a través de la música.
Un noche, cuando más arreciaba la lluvia tras los cristales y la soledad había encontrado un motivo más para personarse como acompañante fatal e inesperado a su lado, no encontró mejor alternativa al insomnio que sentarse de nuevo a los pies de su piano aunque fueran las tres de la mañana y el sonido más alto que se escuchara fuera su respiración entre cortada y angustiosa. Aquella noche le vino a la memoria una de las primeras melodías que compuso para María, una pieza que musicalmente no entrañaba gran dificultad pues lo interesante de la misma estaba en que fue creada para que ella pudiera darle vida sin poseer mínima idea de lo que era un pentagrama. Julián comenzó a interpretarla, como siempre, con los ojos cerrados, mientras la imaginaba a ella, en esta ocasión, coqueteando con las teclas del piano. Entre tanto, una lágrima brotaba por la mejilla del anciano y se le escapaba una leve sonrisa recordando tiempos pretéritos, como si quien estuviera sentada a los mandos del instrumento fuese la mujer de su vida y no él…Tratando de mermar el sonido del piano, tocaba casi acariciando las teclas y respirando bajito para escucharse. Pero sin poder continuar levantó las manos del mismo y llevándoselas de nuevo a la cara no pudo contener el llanto. Se giró sobre su izquierda y, aun sentado, colocó sus codos en las rodillas y apoyando la cabeza sobre ambas manos balbuceó…-¿Por qué, María, por qué te fuiste sin decirme adiós…?– En ese momento comenzó a llorar desconsoladamente envuelto en un dolor inmenso y sin parangón. Una melodía escondida...De repente, sin saber si estaba soñando o era fruto de los límites de la locura, las teclas del piano comenzaron a pulsarse y retomaron la pieza allí donde él la había abandonado. En esta ocasión la melodía caminaba con poco acierto y no exenta de fallos, a modo de manos inexpertas e inseguras. Se frotó los ojos varias veces con ambas manos y se giró otras tantas sobre sí para asegurarse que era cierto lo que escuchaban sus oídos y veían sus encharcados ojos. El piano hizo sonar la última nota y segundos después pudo ver cómo la mecedora que había junto a la ventana realizaba varios vaivenes con la parsimonia y frecuencia con las que se mecía María…Desde aquella noche ya no volvió a tocar su piano a la luz del día pues comprendió que su cita era en silencio y a la luz de una vela.
Cuentan los vecinos de la pareja, que a la muerte de Julián, el piano fue donado al conservatorio que, cercano al barrio, era el lugar donde éste impartía sus clases antes de jubilarse y que algunas noches sin luna se escuchaba una melodía que procedía del sótano donde el piano quedó guardado. Nadie confirmó jamás si era tocado por alguien o simplemente era una leyenda. Lo cierto es que desde entonces, en la puerta de la institución reza la siguiente frase: “Por darle vida a la música, vendrán de lejos a sonar, las melodías que un día te hicieron despertar…” . En memoria de Julián y María. Oviedo, 1.984.

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Obra registrada a nombre de Justino Hernández en SafeCreative.

 
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