Emocionalia

Un salto al infierno…

Un salto al infierno…

Un salto al infierno...…La tensión era manifiesta y palpable, las gotas de sudor resbalaban por sus caras sin encontrar obstáculo alguno pues tan sólo las correas del casco podían frenar la celeridad de su caída. El silencio se hacía tan pesado que anulaba el aire que llenaba el habitáculo trasero del avión, en este caso un Hércules T10, ( los saltos, siendo por el lateral del avión, entrañaban más peligro y dificultad para el paracaidista pues es el avión es el que abre el paracaídas), donde íbamos los sesenta y cuatro paracaidistas. Más allá de resultar un vuelo espacioso y agradable, tenía la peculiaridad de saltar con todo el equipo que necesitábamos para combatir, y como no disponíamos de vehículos y transporte terrestre, llevábamos en la mochila lo que teníamos para combatir hasta que llegaran tiempos mejores…o refuerzos. Cada cosa que metieras añadía peso y restábamos espacio para otros útiles, así pues una mochila con todo el equipo que se necesitaba podía rondar entre los 45 y 55 kg de peso. Era mucho peso, pero en aquél momento pesaba más el alma…Aunque siempre dije que el miedo no existía mis piernas estaban agarrotadas y mis manos frías y tensas como si cada movimiento fuese el último en poder realizar. El tintineo acelerado de una pierna que no podía controlar el cabo que tenía a mi lado parecía la antesala de todo el movimiento que iban a realizar ambas al tocar tierra.
En ese momento se oyó el grito de un minuto y ya no había vuelta atrás. Si estaba allí era porque mi destino pasaba por ese día, en realidad, yo lo había buscado y no era momento para arrepentirse. Al poco tiempo se encendió la famosa luz roja que en tantos saltos habíamos visto, pero en esta ocasión parecía tener una intensidad mayor, su destello era mucho más potente. Bien sea porque íbamos a saltar casi de noche, más bien de madrugada, pero aquella maldita luz se clavaba en las pupilas como un clavo ardiendo. Dieron la voz y comenzamos a saltar del avión y puedo jurar que jamás olvidaré aquella estampa. Era como saltar sobre las brasas de un fuego vivo, un conjunto de explosiones tamizaban el cielo de con tiras de luz borboteando cual boca de un volcán. Por un momento pareció pararse el tiempo y me sentí flotar a pesar de llevar tanto peso encima. Estaba seguro que, ahora sí, el infierno me esperaba bajo los pies. Recordé a las personas que amaba, a duras penas me toqué el pecho para llevarme a la boca casi por instinto la medalla que madre me regaló cuando decidí hacerme paracaidista pues decía que no quería que saltara jamás solo…
Un salto al infierno...Al tocar el suelo todo el silencio se convirtió en estruendo y parecíamos presa fácil para el enemigo mientras a lo lejos se escuchaba la voz del Teniente gritando que nos pusiéramos a cubierto. Las balas eran silbidos, casi zumbidos metálicos que sorteábamos a duras penas mientras avanzábamos. Creo que jamás he tenido los ojos más abiertos que en aquella ocasión. Todos éramos conscientes de que nuestra misión era llegar al fortín que el enemigo había construido para secuestrar a nuestros compañeros apresados en la contienda del día anterior. Sus vidas eran nuestro objetivo, las nuestras eran un pretexto para llegar hasta las suyas y no podíamos fallarles.
Cuando llegamos a aquél lugar, juro por la sangre que corre por mis venas, que pensé que estábamos en el mismísimo infierno. El ocaso de los últimos días era un jardín comparado con aquella pesadilla. Se escuchaban gritos alternados con disparos, estallidos violentos y deflagraciones súbitas en todas direcciones. Me decidí a correr hacia uno de los árboles que había junto a la entrada de aquella casa, de repente sentí un mordisco seco y frío en mi pierna derecha, por debajo de la rodilla, como si un hilo me hubiera atravesado limpiamente. Acto seguido noté escozor y vi cómo me empezaba a brotar sangre pues el tercio bajo del pantalón se estaba tiñendo poco a poco. Mi cerebro me echó una mano y me dijo que no daría la voz de alarma y el dolor no se manifestaría pues sería, en aquel momento, poco útil para sobrevivir. Jamás había matado a nadie pero entonces entendí que ya no se trataba de una dicotomía existencialista sino de una realidad. Al abrir la puerta de golpe, y en décimas de segundo, pude ver a dos hombres que, apostados tras sacos de arena, se disponían a abalanzarse sobre mí y matarme a punta de bayoneta y fue entonces cuando vacié medio cargador mientras mis pupilas, en cámara lenta, reflejaban los cuerpos de aquellos dos hombres siendo desplazados hacia atrás. Mis compañeros hicieron lo propio y yo fui el primero en llegar a una celda construida con barras de hierro cruzadas, lugar donde se encontraban nuestro sargento, el cabo y dos soldados. Pude ver en sus ojos la confluencia del miedo con la esperanza, la alegría con la desilusión, la confusión con el deseo de salir de allí para siempre. Mi sargento me cogió de los hombros y me dijo: –Soldado, gracias por venir a por nosotros, jamás olvidaré este día. Hace 12 años que nació mi único hijo y prometí verle crecer durante toda mi vida…- Sus ojos parecían dos escarabajos de cristal negro, apenas con esclerótica, su pupila ocupaba casi el cien por cien del ojo, y aquellas palabras llegaron hasta el centro de mi alma actuando de analgésico para mi pierna. Estaba allí para llevarlos a todos a casa…No fue fácil sacarles de aquel pozo de muerte. Cada vez me costaba más y más doblar mi pierna y mi boca parecía albergar una zapatilla vieja que utilizaba como lengua. No obstante, mi corazón latía fuerte como un caballo preso del deseo de alejarme cuanto antes de aquella pesadilla. Cargaba en un brazo con el fusil que parecía mi ángel custodio y me protegía, en ocasiones, casi por instinto. Y en el otro brazo llevaba al Sargento, el cual tenía la pierna izquierda entablillada pues se la habría roto, posiblemente, al tomar tierra con las ramas de algún árbol. No era un hombre corpulento pero aseguro que hubiese jurado que era de plomo…
Días después, en casa, recibí la visita de un muchacho, tímido y retraído pero con los ojos tornados en agradecimiento. Me contó que necesitaba darme las gracias por permitir que la promesa de su padre continuara, y que le hubiera traído de vuelta a casa. Le respondí que no hice nada más que lo que tenía que hacer. Tras una larga charla y alguna que otra lágrima a la luz de unas risas se marchó y me dejó con mi maltrecha pierna en alto. Entendí que hay saltos que merecen la pena y aquel era uno de ellos…
Un saldo al infierno...Hoy, cuarenta y tres años después, cuando mis piernas, ambas, yacen sin poder moverse de esta pobre silla de ruedas, miro al cielo cada mañana y sueño con sentir el viento golpeando mi cara, sintiéndome libre. Escuchando las voces de mis compañeros, sus risas, el aliento de sus abrazos, la fortaleza de sus principios. Me llevo la mano al pecho y sueño con la boca de la mujer que me dio la vida, la que me hablaba de vivir con honor, respetando mis valores y sin hacer demasiado ruido. La juventud no nos entiende y nos tildan de locos anacrónicos y personajes sin demasiado valor. El tiempo habrá de enseñarles que la bondad de toda una vida no reside en lo que tendrás, sino en los amigos que hiciste y en el coraje que utilizaste para mantenerlos en tu corazón. Ser un hombre es empresa muy grande y no todos la alcanzarán. (…mirando al cielo). -Esperadme viejos amigos, pronto uniremos la voz, para saltar de nuevo juntos y recordar nuestra pasión…- …
Este fue el relato más inteligible que pudo recogerse del puñado de hojas con tinta desteñida y medio desprendidas del diario D. Manuel Bejarano Hernández, Teniente del Ejército Español perteneciente a la Brigada «Almogávares» VI de Paracaidistas. D.E.P
(Relato ficticio en honor a todos aquellos hombres que dan la vida por los demás. Sin ser cercano a las armas, entiendo que el coraje, valor y sentido de libertad de este tipo de personas va más allá de lo que podemos imaginar mientras criticamos su forma de vida. )

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Obra registrada a nombre de Justino Hernández en SafeCreative.

 
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